Me da igual que seas el ruido más ensordecedor de las mandrágoras o el estruendo de la guerra que revienta tímpanos y huele a sangre, el seráfico pero maligno canto de las sirenas que hicieron del héroe, un loco incontrolado,
ahora que me has enseñado a escuchar solo las mareas en tu ombligo.
Rompe las cadenas de esta jaula que me obligan a irme de ti,
y a olvidarme de mí.
Enséñame a quedarme por las noches, a despertarme viendo una cara que no sea la mía y no temblar de miedo, porque cuando te miro
me sigo perdiendo
y empiezo a asumir que ya no soy, que quiero que te quedes a dormir a menos de tres centímetros de mi nariz,
aquí.
Todavía no entiendo qué hiciste para entrar en este laberinto de cien mil salidas y media entrada, pero entiendo mucho menos que no quieras salir corriendo después de ver estas cascadas tan violentas que te calan los huesos
si te acercas.
Pero cuando te desnudas para mí, aunque sigas con ropa, después de comerte las dudas...
Te quiero aquí,
encima,
debajo,
de espaldas,
como quieras.